'La prensa libre debe abogar siempre por el progreso y las reformas. Nunca tolerar la injusticia ni la corrupción. Luchar contra los demagogos de todos los signos... Oponerse a los privilegios de clases y al pillaje público... Ofrecer su simpatía a los pobres y mantenerse siempre devota al público'. 'El periodismo verdadero se asegura de no parcializarse jamás, pase lo que pase... Si el periodismo es ético y profesional ofrecerá las dos caras de una moneda, la versión de cada bando en un conflicto, y las mostrará siempre en partes iguales... Si no lo hace, entonces no es periodismo: Es sólo basura, y de la peor clase, es decir, la típica basura que se vende a si misma a cualquier otro interés político o económico distinto de la verdad real de las cosas'. Joseph Pulitzer.

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Al son que les tocan - Por: Odette Alonso


Al son que les tocan

Para Roxana y Ariana por las conversaciones a propósito.

Por: Odette Alonso
Parque del Ajedrez 

El espectáculo es, para mi gusto, denigrante. Una spingbreaker —o sea que no llega a los 20 años— encima de un escenario con la grupa alzada; un reggaetonero que le propina tremenda nalgada y acto seguido, después de una pirueta en la que pasa la pierna sobre su cabeza, adelanta la pelvis —lo que en Cuba llamaríamos ni más ni menos que un pingazo— y la niña sale volando cabeza abajo. Se incorpora en medio de las risas del resto de los bailadores y vuelve a subir a la tarima para recibir su siguiente dosis de “castigo”.

“Hay mujeres con tan poca dignidad”, dije, “que cómo no van a proliferar los hombres que las maltraten”. Una amiga me respondió que tal vez no es cuestión de dignidad sino de educación. Incluso de gustos diferentes. Entonces recordé los movimientos coreográficos, tan similares al performance del video, de un ritmo tradicional cubano como el guaguancó. Recordé a los rockeros que se lanzan al público en un acto de liberación y, desafiando las leyes de la gravedad, navegan entre los brazos de una marea de admiradores. Recordé a otras tantas jovencitas que gritan como poseídas en los conciertos y les obsequian sus prendas íntimas a los artistas. Recordé las manifestaciones de fanatismo instintivo de casi todas las religiones.
La filmación de marras es un reportaje sobre los dislates de los adolescentes gringos durante el Spring Break y estaba en el muro de un amigo de Facebook, anunciada como algo hilarante que no debíamos perdernos. Algunos de los participantes en el debate que se armó a continuación, apoyaban la tesis de la comicidad e incluso consideraban el material como una joyita. Yo me preguntaba si estarían ironizando, si realmente les resultaba graciosa la situación o tal vez la observaban con interés antropológico, como si vieran un documental de las costumbres de apareamiento de los chimpancés.
¿Qué significará para esa niña del video —me cuestioné entonces— que el individuo la empuje al vacío de un vergazo? ¿Acaso un privilegio, el honor de haber sido elegida como doncella para sacrificio, un bello recuerdo de un artista a quien admira? ¿Estoy irrespetando el derecho a la diversidad del que habla mi amiga cuando digo que me parece denigrante tal comportamiento o el que las mujeres bailen, sordas y gozosas, ritmos en los que se afirma que son unas perras arrabaleras que deben ser castigadas o que las prefieren muertas por traicioneras y poca cosa?
El domingo conocí a la nietecita recién nacida de unos amigos muy queridos. La abuela, para hacerle gracia, bailaba como loquita una salsa. La niña, que se reía y movía con júbilo sus extremidades, seguramente crecerá entendiendo que ese ritmo es divertido, ameno, del gusto de sus parientes. A ninguno de los que allí estábamos nos parecía insano que la criaturita lo asumiera de ese modo desde tan tierna edad. Eso mismo ha de suceder en el seno de las familias amantes del reggaetón. ¿Por qué entonces éste, y no la salsa u otras danzas, nos lleva a límites de tolerancia?... ¿Tal vez porque subvierte los pilares morales de la “decencia” occidental, especialmente los relacionados con la exhibición de la sexualidad?
¿Qué hace distintos al chúntaro style o el slam del ska del danzón, el mambo o el chachachá?... ¿Sólo una mirada clasista, racista o generacional? ¿Tal vez la exaltación de la violencia y el maltrato a las mujeres? ¿O la exaltación de ese maltrato con tintes de violencia? Porque, a decir verdad, ¿qué tanto se diferencian de otros géneros más candorosos —como el bolero, la balada o las rancheras— donde, disfrazadas de galantería y devoción, asoman tantas muestras de desprecio, subestimación y condena hacia ellas?
Uno de los grandes problemas de las sociedades humanas, desde su instauración misma, es no haber aceptado ni consentido el derecho de cada uno a ser como es y a que le guste lo que le gusta. El afán del poder —sea cual fuere y al nivel que fuere, desde los gobiernos hasta la familia— por estandarizar a todos en una única norma “aceptable” hace que grandes sectores de este conglomerado queden entre los límites de una marginalidad diversa y mayoritaria, porque ¿qué porcentaje de la población mundial es blanco heterosexual masculino occidental y saludable?
Es decir, que casi todos somos minoría. Pero dentro de esas minorías también nos despreciamos, nos cuestionamos, nos deslegitimamos unos a los otros. Forma parte de la naturaleza humana —¿o será también cuestión de educación y costumbres?— defender con pasión nuestras creencias, querer tener la razón y, para ello, tratar de anular —con argumentos o a la fuerza— toda disensión. Difícilmente intercambiamos criterios con naturalidad si éstos son disímiles. De modo que sé que voy a dejar en candela este Parque
cuando plantee el intríngulis al cual me han arrojado estas reflexiones.
Soy una mujer que dedica gran parte de su vida, su obra y sus esfuerzos a edificar una sociedad donde todos tengamos los mismos derechos y oportunidades, y las mujeres seamos respetadas y consideradas con equitatividad. Pero si a la niña del video y a sus contertulios les satisface que los tiren de la tarima a punta de ya saben qué, ¿tienen derecho a seguir bailando al son que les toquen o hay que llamarlos a la “cordura” y convencerlos —concientizarlos— de que esas mujeres merecen un trato digno? ¿Debemos contentarnos con su modo de divertirse, pensar que son "cosas de muchachos", dejarlos a su aire o tal vez simplemente reírnos como mis amigos de Facebook; o en cambio, tomar una actitud crítica que pudiera ser, si lo vemos fríamente, represiva o coercitiva? ¿Qué hacer ante esas manifestaciones de la cultura popular? 
Fotografía: Parque del Ajedrez
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